XXX Aniversario de la Provida Mater Ecclesia
31 de enero de 2022LX Aniversario de la Provida Mater Ecclesia
31 de enero de 2022Discurso a un Simposio Internacional en el 50º Aniversario de la
Provida Mater Ecclesia
Juan Pablo II
1 de febrero de 1997
Señor cardenal; venerables hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; amadísimos hermanos y hermanas:
Os acojo con gran afecto en esta audiencia especial, con la que se quiere recordar y celebrar una fecha importante para los institutos seculares. Agradezco al señor cardenal Martínez Somalo las palabras con las que, interpretando los sentimientos de todos vosotros, ha puesto de relieve justamente el significado de este encuentro que, en esta sala, reúne simbólicamente a numerosas personas esparcidas por todo el mundo. Doy también las gracias a vuestro representante, que ha hablado después del cardenal.
La solicitud maternal y el sabio afecto de la Iglesia hacia sus hijos, que entregan su vida a Cristo en las diversas formas de consagración especial, se expresó hace cincuenta años en la constitución apostólica Provida Mater Ecclesia, que quiso dar una nueva organización canónica a la experiencia cristiana de los institutos seculares (cf. AAS 39 [1947], 114-124).
Pío XII, mi predecesor de venerada memoria, anticipando con feliz intuición algunos temas que encontrarían en el concilio Vaticano II su adecuada formulación, confirmó con su autoridad apostólica un camino y una forma de vida que ya desde hacía un siglo habían atraído a muchos cristianos, hombres y mujeres: se comprometían a seguir a Cristo virgen, pobre y obediente, permaneciendo en la condición de vida del propio estado secular. En esta primera fase de la historia de los institutos seculares, es hermoso reconocer la entrega y el sacrificio de tantos hermanos y hermanas en la fe, que afrontaron con intrepidez el desafío de los tiempos nuevos. Dieron un testimonio coherente de verdadera santidad cristiana en las condiciones más diversas de trabajo, casa e inserción en la vida social, económica y política de las comunidades humanas a las que pertenecían.
No podemos olvidar la inteligente pasión con las que algunos grandes hombres de Iglesia acompañaron este camino durante los años que precedieron inmediatamente la promulgación de la Provida Mater Ecclesia. De todos ellos, además del mencionado Pontífice, me complace recordar con afecto y gratitud al entonces sustituto de la Secretaría de Estado, el futuro Papa Pablo VI, monseñor Giovanni Battista Montini, y a quien cuando fue publicada la constitución apostólica era subsecretario de la Congregación de los religiosos, el venerado cardenal Arcadio Larraona, quienes desempeñaron un papel importante en la elaboración y definición de la doctrina y de las opciones canónicas contenidas en el documento.
A medio siglo de distancia, la Provida Mater Ecclesia conserva aún gran actualidad. Lo habéis puesto de manifiesto durante los trabajos de vuestro simposio internacional. Mas aún, se caracteriza por su inspiración profética, que merece destacarse. En efecto, la forma de vida de los institutos seculares se muestra, hoy más que nunca, como una providencial y eficaz modalidad de testimonio evangélico en las circunstancias determinadas por la actual condición cultural y social en la que la Iglesia está llamada a vivir y a ejercer su propia misión. Con la aprobación de estos institutos, la constitución, coronando una tensión espiritual que animaba la vida de la Iglesia por lo menos desde los tiempos de San Francisco de Sales, reconocía que la perfección de la vida cristiana podía y debía vivirse en toda circunstancia y situación existencial, pues la vocación a la santidad es universal (cf. Provida Mater Ecclesia, 118). En consecuencia, afirmaba que la vida religiosa –entendida en su propia forma canónica– no agotaba en sí misma toda posibilidad de seguimiento integral del Señor, y deseaba que por la presencia y el testimonio de la consagración secular tuviera lugar una renovación cristiana de la vida familiar, profesional y social, gracias a la cual surgieran formas nuevas y eficaces de apostolado, dirigidas a personas y ambientes normalmente alejados del Evangelio y casi impenetrables a su anuncio.
Hace ya algunos años, dirigiéndome a los participantes en el II Congreso internacional de los institutos seculares, afirmaba que «se encuentran en el centro, por así decir, del conflicto que desasosiega y desgarra el alma moderna» (L’Ossservatore Romano, edición en lengua española, 21 de septiembre de 1980, p. 2). Con estas palabras deseaba yo hacerme eco de algunas consideraciones de mi venerado predecesor Pablo VI, que había dicho que los institutos seculares eran la respuesta a una inquietud profunda: la de encontrar el camino de la síntesis entre la plena consagración de la vida según los consejos evangélicos y la plena responsabilidad de una presencia y de una acción que transforme el mundo desde dentro, para plasmarlo, perfeccionarlo y santificarlo (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1972, p. 1).
En efecto, por una parte, asistimos a la rápida difusión de formas de religiosidad que proponen experiencias fascinantes, y en algunos casos también comprometedoras y exigentes. Pero el énfasis se pone en el nivel emotivo y sensible de la experiencia, más que en el ascético y espiritual. Se puede reconocer que tales formas de religiosidad tratan de responder a un anhelo cada vez más renovado de comunión con Dios y de búsqueda de la verdad última sobre Él y sobre el destino de la humanidad. Y se presentan con el atractivo de la novedad y del fácil universalismo. Pero estas experiencias suponen una concepción ambigua de Dios, que no corresponde a la que ofrece la Revelación. Además, están desarraigadas de la realidad y de la historia concreta de la humanidad.
A esta religiosidad se contrapone una falsa concepción de la secularidad, según la cual Dios es ajeno a la construcción del futuro de la humanidad. La relación con Él se considera una elección privada y una cuestión subjetiva, que al máximo se puede tolerar, siempre que no pretenda influir de alguna manera en la cultura o en las sociedad.
¿Cómo afrontar, por tanto, este gran conflicto que afecta al espíritu y al corazón de la humanidad contemporánea? Se convierte en un desafío para el cristiano: el desafío de transformarse en agente de una nueva síntesis entre la máxima adhesión posible a Dios y a su voluntad y la máxima participación posible en las alegrías y esperanzas, angustias y dolores del mundo, para orientarlos hacia el proyecto de salvación integral que Dios Padre nos ha manifestado en Cristo y que continuamente pone a nuestra disposición por el don del Espíritu Santo.
Los miembros de los institutos seculares se comprometen precisamente a realizar esto, expresando su plena fidelidad a la profesión de los consejos evangélicos en una forma de vida secular, llena de riesgos y exigencias con frecuencia imprevisibles, pero con una gran potencialidad específica y original.
Portadores humildes y convencidos de la fuerza transformadora del reino de Dios y testigos valientes y coherentes del deber y de la misión de evangelización de las culturas y de los pueblos, los miembros de los institutos seculares son, en la historia, signo de una Iglesia amiga de los hombres, capaz de ofrecer consuelo en todo tipo de aflicción y dispuesta a sostener todo progreso verdadero de la convivencia humana, pero, al mismo tiempo, intransigente frente a toda elección de muerte, de violencia, de mentira y de injusticia. También son para los cristianos signo y exhortación a cumplir el deber de cuidar, en nombre de Dios, una creación que sigue siendo objeto del amor y la complacencia de su Creador, aunque esté marcada por la contradicción de la rebeldía y del pecado, y necesite ser liberada de la corrupción y la muerte.
¿Acaso hay que sorprenderse de que el ambiente en que deberán actuar esté frecuentemente poco dispuesto a comprender y aceptar su testimonio?
La Iglesia espera hoy hombres y mujeres que sean capaces de dar un testimonio renovado del Evangelio y de sus exigencias radicales, estando dentro de la condición existencial de la mayoría de las personas. Y también el mundo, con frecuencia sin darse cuenta, desea el encuentro con la verdad del Evangelio para un progreso verdadero e integral de la humanidad, según el plan de Dios.
En esa situación, es necesario que los miembros de los institutos seculares tengan una gran adhesión al carisma típico de su consagración: el de realizar la síntesis de fe y vida, de Evangelio e historia humana, y de entrega integral a la gloria de Dios y disponibilidad incondicional a servir a la plenitud de la vida de sus hermanos y hermanas en este mundo.
Los miembros de los institutos seculares se encuentran, por vocación y misión, en una encrucijada donde coinciden la iniciativa de Dios y la espera de la creación: la iniciativa de Dios, que llevan al mundo mediante su amor y su unión íntima con Cristo; la espera de la creación, que comparten en la condición diaria y secular de sus semejantes, viviendo las contradicciones y las esperanzas de todo ser humano, especialmente de los más débiles y de los que sufren.
En cualquier caso, a los institutos seculares se les confía la responsabilidad de recordar a todos esta misión, testimoniándola con una consagración especial, con la radicalidad de los consejos evangélicos, para que toda la comunidad cristiana realice cada vez con mayor empeño la tarea que Dios, en Cristo, le ha encomendado con el don de su Espíritu (cf. Exhortación apostólica Vita consecrata, 17-22).
El mundo contemporáneo es particularmente sensible ante el testimonio de quien sabe aceptar con valentía el riesgo y la responsabilidad del discernimiento de su tiempo y del proyecto de edificación de una humanidad nueva y más justa. Nos ha tocado vivir en un tiempo de grandes transformaciones culturales y sociales.
Por este motivo, es cada vez más evidente que la misión del cristiano en el mundo no puede reducirse a un puro y simple ejemplo de honradez, competencia y fidelidad al deber. Todo eso se supone. Se trata de revestirse de los mismos sentimientos de Cristo Jesús para ser signos de su amor en el mundo. Este es el sentido y la finalidad de la auténtica secularidad cristiana y, por tanto, el fin y el valor de la consagración cristiana que se vive en los institutos seculares.
En esta línea es muy importante que los miembros de los institutos seculares vivan intensamente la comunión fraterna tanto dentro del propio instituto como con los miembros de otros institutos. Precisamente porque están inmersos como la levadura y la sal en el mundo, deberían considerarse testigos privilegiados del valor de la fraternidad y de la amistad cristiana, hoy tan necesarias, sobre todo en las grandes áreas urbanizadas, donde se halla gran parte de la población mundial.
Albergo la esperanza de que cada instituto secular se convierta en un gimnasio de amor fraterno, en una hoguera encendida, que proporcione luz y calor a muchos hombres y mujeres para la vida del mundo.
En fin, pido a María que dé a todos los miembros de los institutos seculares la lucidez con que Ella mira la situación del mundo, la profundidad de su fe en la palabra de Dios y la prontitud de su disponibilidad a realizar sus misteriosos designios, para una colaboración cada vez más eficaz en la obra de la salvación.
Al depositar en sus manos maternas el futuro de los institutos seculares, porción elegida del pueblo de Dios, os imparto la bendición apostólica a cada uno de vosotros, y con mucho gusto la extiendo a todos los miembros de los institutos seculares esparcidos en los cinco continentes.
S. S. JUAN PABLO II,
1 DE FEBRERO DE 1997