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Queridos todos:
Escribo en medio de esta pandemia del coronavirus para contar y “contarme” lo que he vivido en esta situación tan desconcertante y dolorosa.
Hace un mes todo el mundo hablaba de un coronavirus, del que poco o nada sabíamos. Y mientras algunos se asustaban ante la posibilidad de una amenaza infecciosa y un tanto incontrolable, otros suponíamos que sería una amenaza fallida, como ya había pasado antes con otras. Recordábamos la gripe A, la gripe aviar, la gripe porcina y el ébola, y pensábamos que una vez más todo esto no sería más que tinta barata para llenar páginas de periódicos.
A mí me sorprendían las medidas que se iban tomando: se aconsejaba no comulgar en la boca, se prohibieron cursos médicos, … Y me planteaba si no estaríamos viviendo una psicosis colectiva por una gripe más. Entonces, hablé con mi directora de tesis y me dijo que la diferencia entre la gripe y el coronavirus es que mientras en el primer caso se trataba de un virus conocido, en este segundo caso no. Un virus desconocido…, sí, podía ser excusa para ser lo suficientemente cautos. Y yo, como médico, un día recibí la noticia de que se activaba el plan de contingencia del hospital. El plan de contingencia…, suena eso a catástrofes, a guerra. Minuto a minuto se nos informaba de las medidas, cada vez más estrictas que se habían de incorporar. Y mientras, en España, se activó el estado de alarma. Eso no lo conocíamos, pero sonaba serio. No se podía salir a la calle más que para lo imprescindible.
Yo creo que todos, en ese periodo de tiempo, sentimos en algún momento que las cosas estaban muy pero que muy mal, todos sentimos pánico. Y yo, en medio de mi pánico fisiológico, me daba cuenta de que en realidad el problema era que no estábamos acostumbrados. Pues sí, porque en otras épocas había habido grandes epidemias que diezmaban a la población, y también hubo guerras y muy largas, duraderas. Pero nosotros…, vivíamos en el llamado “Estado de bienestar”. Y se acabó el bienestar, aunque nos quedaba Amazon.
El coronavirus nos ha igualado a nuestros hermanos de otros tiempos. Los ricos y los pobres tienen parecida vulnerabilidad. Y, además, muchas palabras elocuentes, sugestivas de grandeza, se han quedado cojas, en el estercolero. El virus nos ha dado una lección de humildad comunitaria. Nos ha llevado a una época de crisis, donde aparecen las mayores creatividades y virtudes. Aunque también, seamos realistas, los movimientos más rastreros.
Hemos descubierto que la mejor manera de vencerle, la única, era aplicando medidas tradicionales: cuarentenas. Y que la soberbia de las super-especialidades del hospital no sirve para nada en estas situaciones. Así que hemos hecho equipos en los que participaban un cirujano cardiaco, un ginecólogo, un dermatólogo, un neurólogo y un internista. Y todos hemos vuelto a ser médicos de verdad, a ser capaces de acudir a lo urgente, de arremangarnos, de acompañar, de aliviar, y algunas veces también de sanar. Nosotros, el sofisticado hombre moderno, nos vemos sometidos a los dictámenes de un organismo prehistórico como es un virus.
Las experiencias en el frente han sido muy fuertes. No dábamos abasto. La incertidumbre unida a la gravedad de la situación nos desbordaba. “¿Pero qué es esto? ¿Qué tipo de virus es éste que en media hora manda a una persona sana y joven a la UVI mientras que otros lo pasan sin darse cuenta propagándolo a otros tantos?”. Ni habíamos visto antes nada igual, ni siquiera lo habíamos estudiado en ningún libro. Este virus no era una gripe, este virus mataba a unos, pero a otros no…, a otros ni el menor rasguño.
El trabajo nos desbordaba y hacíamos turnos sin descanso. Los fines de semanas, los festivos, por supuesto, no existieron. Bastante tenías con que te tocara un día estar de tarde o de noche, y así podías despejarte un poco por la mañana. El cansancio en algunos momentos era excesivo, hasta llegar a tener fiebre. Quizá haya sido el mes más intenso de mi vida. Muchas cosas se sucedían muy rápidamente. Los aplausos a las ocho de la tarde, los gestos de generosidad, las emociones no se podían contener.
Lo épico, el ponerse un traje como si fuéramos astronautas, el ser agradecidos y hasta ovacionados es algo anecdótico. Lo que vivimos era desbordamiento de trabajo, desbordamiento de enfermedad, de gravedad. Y la sospecha de que también había un desbordamiento de sentido, de que todo esto tenía que tener un sentido. Ante todo este trabajo y cansancio no tenía cabida el miedo. Te proteges, pero contagiarte o no contagiarte te da igual. Casi prefieres contagiarte y que te manden a casa a descansar un poco, porque la verdad es que había momentos en los que ya no puedes más.
Y Dios. ¿Cómo no hablar de Dios en esta situación? El primer día que me dirigía a la planta con pacientes con neumonías por coronavirus, me santigüé; el segundo también, y puede que el tercero. Desde luego cuando a un paciente le llegaba su último momento, siempre rezaba. Dios sabe que esto nos ha trastornado. Dios sabe del dolor de mucha gente. Yo lo intuyo, por las lágrimas al otro lado del teléfono cuando comunicaba que se morían padres y madres. Dios conoce todo eso. Pero también es el impulsor del bien que hayamos podido hacer, de las ganas de hacer el bien que hemos tenido.
A mí me ha acompañado como nunca, teniendo en cuenta que algunos días el tiempo de oración formal que podía tener era de unos minutos o de casi nada. Dios no nos lo ha contado todo todavía. Él sabe por qué han pasado todas estas cosas, por qué tenían que pasar. Por qué tenía que estar yo allí para acompañar a Raquel. Me llamó la atención la cantidad de médicos que pasaban a verla, casi todos habían sido alumnos suyos de la Facultad. Y el misterio es tan grande…, como esperanzador. Dios está aquí, no nos ha abandonado.
Es la contradicción típicamente cristiana, porque nadie oculta que el sufrimiento que las consecuencias que de este virus se van a generar va a ser mucho, que el país se va a empobrecer, que todavía van a sucederse bastantes dramas que aún no se pueden calibrar. Pero desde luego que no se trata del abandono de Dios, ni siquiera de la ira de Dios, para nada. Se trata de que Dios nos ama y pretende llevarnos hacia lo mejor. Pretende que estemos con Él, que podamos descubrirle de una vez, que abandonemos muchas cadenas que nos tienen atrapados. Y seguramente muchas cosas más que, aunque lo intentemos ahora no las podemos conocer.
Todavía no hemos salido del bache, aunque ya se empieza a ver una esperanza. Si salimos…, todos pensamos en ese momento. ¿Qué haremos? ¿Volverá todo a ser como antes?, ¿o nos habrá cambiado este coronavirus? ¿Nos habremos inmunizado de alguna peste moral como la soberbia? El Señor puede sacar bienes de males.
Mª Dolores Calabria
Instituto Secular Cruzadas de Santa María